
Entre estos estaban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, de los hijos de Judá. Entonces el jefe de oficiales les puso nuevos nombres: a Daniel le puso Beltsasar; a Ananías, Sadrac; a Misael, Mesac; y a Azarías, Abed Nego (Daniel 1:6-7).
Daniel, Ananías, Misael y Azarías eran cuatro jóvenes del pueblo de Israel, pero habían sido llevados a Babilonia para servir al rey Nabucodonosor. Como parte de su entrenamiento, se les exigió que se adaptaran a la cultura babilónica.
Incluso les dieron nuevos nombres que ya no les recordaban a Dios. Esta era una forma de forzarlos a olvidar su identidad lo más rápido posible.
Sin embargo, estos cuatro jóvenes no renunciaron a su fe en Dios. Ellos se negaron a renunciar a sus principios, incluso cuando esto los ponía en peligro.
En Daniel 3, por ejemplo, leemos cómo se negaron a adorar una imagen de oro que el rey se había construido. Como consecuencia, fueron arrojados a un horno ardiente.
Pero Dios los salvó milagrosamente. Los bendijo y «les dio ciencia y habilidad en toda literatura y sabiduría» (Daniel 1:17).
Muchas personas en todo el mundo se ven obligadas a abandonar su país, a adaptarse a culturas dominantes o a renunciar a su fe. La historia de Daniel y sus amigos nos anima a pensar que, incluso en esas situaciones, Dios está con nosotros.
Nadie puede separarnos de su amor, si creemos en Él – ¡véase Romanos 8:38-39!